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Tengo un capítulo favorito entre mis dos libros. En él expongo mi forma de enfocar dos conceptos tan anhelados y malentendidos como la estabilidad y la felicidad. Hoy quiero dejarlo aquí a modo de manifiesto para que cualquier persona que no lo haya leído pueda llegar hasta él.
Creo que la estabilidad mal entendida ha dinamitado el sentido de muchas vidas. También que la búsqueda de la felicidad está mal enfocada en general. Ni siquiera sé si la felicidad existe. En este momento de mi vida, más que ser feliz, prefiero estar en paz.
Aquí lo tienes.
No me interesa que te guste. Prefiero que te mueva.
Suelta la estabilidad
Cerré el ordenador de golpe. Acababa de publicar delante de 60.000 personas un vídeo en el que anunciaba mi decisión de retirarme del maquillaje cuando parecía estar en mi mejor momento profesional. En él explicaba que soltaba las brochas porque no me sentía la misma persona que empezó a jugar con ellas quince años atrás y contaba con los hombros encogidos y viva de miedo que saltaba a mi gran pasión: la comunicación. Tenía la esperanza de que, aunque no contara con un plan definido, mis puntos acabarían conectándose.
Confiar es una manera de estar en el mundo.
Elijo la confianza como forma de V.I.D.A.
Me levanté de la silla de un brinco y metí el móvil dentro del armario. Ni por asomo me interesaba saber qué estaría pasando en mis redes sociales. Aquel día no quería tomates, pero tampoco aplausos. Solo me interesaba proteger mi decisión y distanciarme de cualquier voz que no fuera mía. La única opinión importante en mi gran salto —después de pedir aprobación a todo dios— era la mía. Y la de mi abuela.
Mi reacción ante lo que acababa de hacer era habitual. Cuando vivo alguna experiencia potente, ya sea para bien o para mal, me quedo algo atontada. Es como si no pudiera asimilar lo que estoy sintiendo. Mi tono de voz se vuelve lineal, mi cuerpo pierde la expresividad y entro en un estado de «ni frío ni calor» que, comparado con mi intensidad habitual, llega a asustar a los de mi alrededor. Yo lo llamo modo «bicho bola» y lo adopto de forma automática cuando la emoción que siento es tan intensa que puede desbordarme. En esos momentos soy capaz de contarte que he visto caer un meteorito o que voy a casarme con la misma efusividad que el hombre del tiempo anuncia borrasca. Lo acepto. Y dejo que pase.
Era 26 de septiembre, cumplía treinta y dos primaveras y había una gran decisión que celebrar. Lo hice junto a los cuatro gatos de mi familia y, después de media V.I.D.A. demostrándoles que no pienso desistir en la búsqueda de mi propio camino, la oposición se dio por rendida y todos estaban de mi parte. Llevaba años dando la matraca con dedicarme a la comunicación. Sentir el apoyo de los míos en el suelta, salta y confía más gordo que me había marcado hasta el momento no era imprescindible, pero sí importante. Todo bien hasta que mi tío alzó una copa con cava y pronunció las palabras mágicas: «¡Por tu nueva vida!». Sonaba ideal, de no ser porque aún no tenía ni idea de cómo iba a vivirla ni de quién era sin mi maleta de maquillaje y mis tutoriales.
— Yaya, ¿crees que es malo ser tan poco constante? — pregunté a mi abuela en cuanto nos quedamos a solas.
— ¿Poco constante? ¿Tú? Ana María, no digas tonterías. No he conocido nunca a nadie tan constante en el cambio como tú.
Por lo habitual, más que comprendida y apoyada, a menudo me he sentido juzgada al anunciar mis giros de V.I.D.A. Desde que dejé mi primer trabajo fijo en perfumería para irme a cambiar pañales a una aldea de Suecia, hasta el momento de vender mis muebles, hacer un mercadillo con ropa, bolsos y zapatos y reducir mi casa a una maleta para volar a Bali con billete solo ida, pasando por dejar el maquillaje cuando las cifras de facturación eran más que favorables, dos mudanzas a Londres y la renuncia a un buen puesto de trabajo en una marca de belleza internacional para lanzarme al mundo emprendedor. En cada cambio he sido tachada de loca, inmadura o infeliz crónica.
¿Crees que algún día te gustará la estabilidad?
¿No sabes ser feliz sin tanto cambio?
¿Cuándo sentarás la cabeza?
Incontables personas quieren darme sus consejos de estabilidad y felicidad aún cuando tienen formas de mirar, pensar y vivir muy diferentes a la mía. No sé si es por ignorancia, ceguera, falta de empatía o soberbia, pero me llama la atención que, antes de abrir la boca, no sepan ver que no soy ellos, que no pienso como ellos, y, sobre todo, que si no estoy viviendo su modelo de vida es porque no lo puto elijo.
Hola, dejadme vivir.
En el siguiente nivel están los que aconsejan dictando mientras se quejan de sus vidas. A estos no los escucho. Si no te brillan los ojos de felicidad no vengas a contarme qué tengo que hacer para ser feliz. Predica con tu ejemplo. Inspírame con resultados. Muéstrame tu alegría de vivir y, entonces, hablamos. Gracias.
Con tanta seguridad hablaba la gente de estabilidad y felicidad que busqué los significados en Google y empecé a tirar del hilo buscando libertad en mis propias respuestas.
Según su origen etimológico, estabilidad significa la cualidad de poder permanecer en un lugar o en un estado por mucho tiempo sin experimentar cambio alguno.
Analicé la definición, excluyendo el supuesto resultado de llegar al estado de felicidad a través del no cambio permanente. No le veía ni le veo sentido alguno. Me suena a muerte en V.I.D.A.
¿Para qué querría un ser humano no cambiar?
Lo que no cambia está muerto.
Este fue el big bang de mi primera crisis existencial a los 19 años. Con la supuesta madurez que otorga la mayoría de edad, empecé a jugar al juego de la vida siguiendo las normas establecidas para llegar al premio de la estabilidad, que a su vez, según decían, me llevaría derecha a felicidad.
Como yo también quería ser feliz, jugaba con ilusión y perdía todo el rato. Copiaba la forma de jugar de otros y les preguntaba trucos pese a que ellos tampoco eran ganadores. Curioso. Todo dios tenía estabilidad. Nadie era feliz. Y nadie cambiaba la forma de jugar. Me esforcé por comprender las reglas, pero mi lógica no alcanzaba. Me devanaba los sesos día a día mientras el vacío y el sinsentido me devoraban. Para aliviar mi angustia comía compulsivamente a escondidas y luego vomitaba. Era mi forma de calmar la ansiedad que me consumían al pensar el coste de vida que suponía levantarme cada mañana para ir en busca de algo que sonaba a mentira.
No entendía por qué mi entorno celebraba mi contrato fijo si para mantenerlo tenía que estar encerrada entre cuatro paredes, mirando el reloj con la esperanza de que acabara el turno. No entendía por qué los adultos sostenían matrimonios que no funcionaban, alegando que lo hacían por sus hijos, mientras que estos crecían con un modelo de amor disfuncional que, en el mejor de los casos, los llevaría directos a terapia en el futuro. En el peor, repetirían la historia de los papás y se quedarían donde el amor que no es amor duele. No entendía por qué mis amigos firmaban hipotecas a cuarenta años que no podían pagar a cambio de noventa metros cuadrados de casa en el culo del mundo.
Tampoco me entra en la sesera por qué seguimos venerando dicha estabilidad cuando, tras preguntar a miles de personas en redes sociales, todas me han respondido que cambiarían algo de su vida si pudieran. Cuando nuestras estadísticas verifican que somos una sociedad triste, ansiosa, depresiva y mentalmente enferma.
Pero ahí estamos, jodidos y pedaleando fuerte en la rueda de la rata. Asegurándonos la muerte en V.I.D.A. que implica el no cambio con tal de llegar a una felicidad para la cual no tenemos significado propio.
Establemente amargados para ser felices.
Esforzándonos cada día para no seguir vivos.
La idea de permanencia me resulta atractiva siempre y cuando se trate de un estado elegido por mí misma y que me haga sentir bien. Me gusta la estabilidad cuando se trata de mantener el equilibrio y la paz dentro de mí. Me gusta estar en calma el mayor tiempo posible, pero como no me resulta sencillo soy constante en escucharme y cambiar cada vez que siento que la pierdo, que mis valores cambian o que mi identidad no cabe en la caja.
En cuanto a ser feliz, estoy en fase de prueba y de error. Sobre todo, de error. Nadie me enseñó qué es la felicidad. Estudié mates, geografía y cómo rezar el Padre Nuestro, pero en ningún caso la idea de felicidad ni la gestión emocional necesaria para llegar hasta ella. Soy autodidacta y, como el estado de bienestar aún no contempla el acceso público al bienestar mental y espiritual, llevo media vida gastándome una pasta en psicólogos y terapeutas para que me acompañen en el camino de descubrir cómo quiero jugar.
Creo haber sido feliz de verdad en varias ocasiones y, desde hace meses, algo parecido me acompaña con sutileza. Aunque, más que felicidad, lo definiría como una sensación de certeza. Certeza de que todo está bien. No obstante, en cuanto me despisto y sigo las recetas populares me alejo de ella y me pierdo a mí misma. De ahí la decisión de cambiar. Tantas veces como sienta que hace falta.
Lo de sentar la cabeza no lo veo.
Si me voy a sentar, siento el culo.
Capítulo de mi libro A muerte con la V.I.D.A.
Principio.
Ana.
Establemente amargados
¡Mis capítulos preferidos, Ana!, Yo misma he caído en la trampa muchas veces y he pensado que mi trabajo como funcionaria con horarios de 9 a 4 me iba a dar la felicidad y lo perseguí hasta que lo logré. Cuando no hay nada que vaya más en mi contra que algo que no se mueve.
Nací un 2 de febrero y cuando abrí tu libro por la página 22 encontré la frase de tu abuela que tanto me ha liberado: "Anita, nadie es más constante en el cambio que tú". He recibido constantemente por mi entorno nunca vas a ser feliz, a nadie le gusta su trabajo, eres una inconformista, tienes una casa, tienes una plaza fija, tienes pareja, lo tienes todo...¿Sí?
Incluso este año cuando caminaba hacia mi nuevo centro, en mitad de una mudanza y recién rota mi relación, muerta de miedo, yo misma me regañaba y me repetía: no te podrías estar quieta ¿verdad? ... ¿no puedes ser como las demás personas que están contentas con sus vidas?...
Para eso encontré otra frase reveladora tuya: "Si no te brillan los ojos de felicidad, no quiero que me aconsejes". Desde entonces, observo a la gente por la calle y oye, habrá de todo, pero veo prisas, caras de preocupación, quejas, discusiones y en general, una crispación y malestar que no quiero seguir, aunque eso conlleve soltar, cambiar, moverme, y llorar de frustración y rabia a veces porque aún me afectan demasiado las palabras de los demás, pero poco a poco...
Para mí fue un bálsamo encontrarte y encontrarme en tus palabras. Un abrazo!!
No dejo de pensar en la felicidad como una consecuencia de un estado de paz. Para conseguir esa paz tengo que conocerme a mi mismo. Y ahí es donde radica la complejidad del trabajo.
Como dices el estado de bienestar no incluye ayuda en esta parte. Toca priorizar(te) en un mundo de consumo que no quiere mirar adentro. Porque es un proceso interno y que luego conectará con el exterior. Nos enseñan a hacerlo al revés y eso hace que hagamos doble camino con el desgaste primito de andar más.
Esta chapita viene en un momento en el que me han abierto los ojos y me han dicho que me gire y mire hacia el interior. Que el exterior seguirá allí y que deje de andar de afuera hacia adentro y mejor aparezca desde dentro y me recree en mis profundidades, trabaje en sentirme cómodo y que puede que así comience a ver/sentir vestigios de paz. Ya se verá si llegan matices de felicidad. Con gratitud...continuará.